AMOR
Y CEPAS
Hacía poco que había cumplido mis 17 años y aún no
había amanecido aquella fresca mañana manchega de septiembre. Esperaba en una
esquina cercana a mi casa la llegada de la furgoneta que habría de llevarme a
algún lugar a una media hora de camino según me habían dicho. Iba a vendimiar,
por primera vez en mi vida. Me habían dicho que era un trabajo duro en el que
suele doler todo el cuerpo, al menos los primeros días, eso me preocupaba
porque aunque soy persona activa no podría decirse de mi que soy un atleta.
No estaba mi cuerpo ni mi mente en aquellos momentos
en un estado muy normal. De quienes vinieran en la furgoneta solo conocía a
Isidro, que sería el conductor, el caporal y la persona con quien yo había
hablado para embarcarme en ese lío. Los otros ocupantes del vehículo, serían
mis compañeros de fatigas en los próximos días y el hecho de no conocerlos me
tenía un poco nervioso. También me preocupaba no saber si daría o no la talla
en un trabajo tan duro, además de que nunca antes había trabajado en nada que
durara los días que parecía que iba a durar la campaña. Si a eso le sumamos que
tenía una especie de aletargamiento provocado por el madrugón, al cual no
estaba muy acostumbrado, el resultado, sería difícil definir en una palabra por
lo que lo diré en tres: sueño,
inseguridad y nervios.
Junto a mis pies una bolsa que contenía la comida
suficiente, según mi madre, que siempre echaba en estos casos tres veces mas de
lo necesario, unos guantes unas tijeras y una gorra.
No dejaba de pensar en si se me podría haber olvidado
algo cuando dobló la furgoneta la esquina anterior a la mía, era de mayor tamaño
del que yo había pensado. Se detuvo al llegar a mi y tras unos «buenos días»
envueltos en una media sonrisa de Isidro la cual no sabría decir si me hizo
gracia o no, me indicó que subiera detrás. En el asiento del copiloto iba una mujer
de mediana edad, pensé que sería su mujer ya que él me había dicho que también
vendría.
Tragué saliva, me pareció que el mundo era turbio
cuando abrí la puerta de corredera. Dentro había personas que dieron los buenos
días, a lo que respondí con los mismos deseos pero en un tono mas flojo. Me
senté junto a un chico algo mayor que yo que se movió discretamente dejándome sitio,
pegándose un poco a la chica que ocupaba el lado opuesto a mí en el asiento,
indicándome con ello, que debía sentarme allí. La chica también era joven,
aunque también mayor que yo. Que fuesen más o menos de mi edad me tranquilizó
de alguna manera. En el asiento trasero me pareció ver, al entrar, dos varones
y una mujer algo mayores que los que iban a mi lado. No había mas sitio libre
en el vehículo por lo que pensé que a mí me recogieron el último y ya no había
que parar más.
Seguía viendo turbio, aunque menos y pasados unos
segundos, intentando recuperar la normalidad de mi organismo, me vine un poco
arriba y con un tono algo mas alto que el inicial dije: —Hola de nuevo, me
llamo Carlos— a la vez que hacia un pequeño gesto con la mano intentando que todos
lo vieran. Sonaron unos cuantos «holas» con voces masculinas y femeninas que a
la vez pronunciaban sus nombres. No puse demasiado interés en saber que nombre
correspondía a cada cual, total, los iba a aprender pronto.
A los pocos minutos, aunque seguía siendo de noche, ya
empezaba a clarear el horizonte por las ventanillas de la derecha cuando nos
desviamos por un camino y empezamos a ver el amanecer justo enfrente.
Un rato después mientras el retumbar de las ruedas por
el camino y la claridad enfrente empezaban a impedir la tendencia de mis ojos a
cerrarse a la vez que me iba progresivamente obligando a entornarlos para no
deslumbrarme con ese pequeño trozo de sol que ya asomaba allí, muy lejos, en la mancha el
sol siempre inicia su andadura muy lejos. Nos detuvimos en un apartadero entre
una nube de polvo. Todos se removían, Isidro y la que yo creía que era su mujer,
después supe que sí que lo era, ya se estaban bajando lo que me indicó que
habíamos llegado y que había que apearse. Abrí de nuevo la puerta corredera y
eché pie al suelo con mi bolsa en la mano, todos los de la parte trasera me
siguieron. Entonces percibí más claramente figuras y estaturas mientras cruzaba
con ellos algún gesto que manifestaba la circunstancia que nos había llevado a
ese lugar que no era otro que vendimiar aquel mar que el alba iba cambiando sus
tonos del gris al ocre para después quedarse en verde.
A hurtadillas miré las caras de mis compañeros
esperando reconocer alguna, y sí, algunas me resultaron conocidas, pero ninguna
lo suficiente como para darme el cobijo que algo de amistad con alguno de ellos
me hubiera venido bien.
Mientras, Isidro, no paraba de andar de un lado a otro
de aquel mar, verde ya.
Enseguida llegó un gran tractor del mismo color que
las cepas con un remolque también verde entre una gran polvareda. Me pareció
que venía a gran velocidad para ser un tractor, iba a parar cuando el
tractorista que era un chico de unos 30 años, atendió a señales que con los
brazos le hacia Isidro desde lejos por lo que continuó su marcha hacia donde se
encontraba el caporal, se apeó y hablaron unos instantes los dos, tras lo cual
el mas joven trepó al remolque y tiró desde el interior de éste unas espuertas.
Instantes después tractor y remolque se introdujeron en aquel mar mimetizándose
con sus verdes y tranquilas aguas mientras Isidro nos llamaba con la voz y
gesticulando con sus brazos.
Miré de reojo a mis compañeros observando que ya
tenían las tijeras en la mano, me apresuré a sacar las mías de la bolsa y
caminé tras ellos.
Antes de que me diera cuenta estaba cortando uva y
echándola a la espuerta que compartía con la compañera que me habían asignado, se llamaba
Laura, una chica menuda con una cara muy agradable, Era la que iba sentada en
la furgoneta al otro lado del chico junto al que yo me senté.
Pronto fui consciente de que si quería conservar todos
mis dedos tenía que dejar de intentar terminar cada cepa antes que Laura, casi
siempre terminaba la suya y venía a ayudarme, lo cual, hería un poco mi ego. La
parte buena era que me permitía hablar algo con ella de un modo mas discreto
que si estuviese más lejos, además de que olía muy bien, cosa que le dije en
cuanto creí que era el momento. Ella sonrió diciendo que eso cambiaría
seguramente a la hora de marcharnos para casa. Solía sonreír cuando le decía
alguna broma, siempre he sido gustoso de hacer reír con chistes o bromas a la
gente, y si son chicas aún más. A Laura la sonrisa le sentaba muy bien, creo
que a todo el mundo pero ella tenía algo especial cuando sonreía, la verdad es
que todo me empezaba aparecer especial en ella, se movía con la agilidad que se
mueve la gente ligera de carnes pero ella además caminaba de un modo armónico,
los instantes después de mirarla, porque la faena reclamaba la atención de mis
ojos, quedaba en mi memoria reciente alguna reminiscencia de esa danza que
parecía ser su andar entre las cepas, cuyas pámpanas aplaudían en silencio a su
paso.
Sergio, que era el chico junto al que me senté por la
mañana formaba pareja «espuerta» con Antonio y alguna vez de vez en cuando se
dirigían a nosotros o a otros de la cuadrilla con alguna broma graciosa.
Manolo y Julia formaban otra «espuerta» eran el
matrimonio que iban en el asiento trasero junto a Antonio. Esta pareja era de
poco hablar y casi era mejor porque no podría decirse de ellos que fuesen dos
cascabeles y si se comunicaban con alguien era con Isidro y su mujer, María, y
alguna puya de Manolo con cierto grado de mala leche contra cualquier cosa y me pareció que especialmente contra mí. No debí
caerle muy bien. Él sabrá las razones, no era plan de preguntarle.
María era una
señora que lo que más la define es eso, una señora. Una mujer de esas que
cuando hablas un poco con ella enseguida la catalogas como una persona cabal
que a pesar de las ropas, solo adecuadas para vendimiar y a pesar de las postura,
solo adecuada para ese oficio, de ella emanaba señorío.
Ascendía el sol lentamente hacia su punto más alto
mientras un cansino dolor en mi baja espalda también crecía, también eran cada
vez más frecuentes en todos excepto en Isidro, que parecía que su espalda fuese
de plástico, las posturas erguidas, que, con cualquier excusa adoptábamos, unos
y otros, para relajar un poco los músculos lumbares. Parece que Isidro se
percató y dijo —chicos, terminar los hilos y vamos a echar un cigarro— ninguno
fumábamos pero todos, hasta yo, entendimos que se trataba de descansar unos
minutos, a eso, en esos ambientes se le llamaba «echar un culete».
Con paso algo adormecido fuimos hacia el botijo que el
tractorista se había preocupado de poner a la sombra. Esperando turno echamos un buen trago de
agua y nos fuimos sentando todos buscando las pocas sombras que tractor y
remolque aportaban.
—¿Jodido vas eh chaval?— dijo Manolo dirigiéndose a mi con un tono que
rezumaba mala leche —falta de costumbre, ya me acostumbraré— respondí de la
forma más cortante que pude evitando a la vez parecer agresivo, yo no dejaba de
ser «el nuevo».
Poco duró «el cigarro» para mi gusto, y creo que para
el gusto de los demás a juzgar por las caras y los perezosos movimiento iniciados
al oír decir a Isidro, pretendiendo ser gracioso, que se le estaban quedando
los pies fríos. Alguna discreta sonrisa
arrancó a pesar de que era una forma encubierta de ordenarnos volver al tajo.
Laura seguía terminando su cepa antes que yo la mía hiciera
yo lo que hiciera. Le pregunté en la intimidad de una cepa enorme, de esas que
hacen muy feliz al propietario de la viña, si creía que yo lo iba haciéndolo
mal o lento, me dijo que no que lo que pasaba es que a ella le cundía mucho
vendimiar de siempre y casi siempre terminaba antes que casi todos los
compañeros que había tenido por lo que no debía sentirme mal aunque las puyas
de Manolo así lo pretendieran. Seguía oliendo bien y pareciéndome encantadora,
por tanto, consideraba positivo que viniera a ayudarme a mi cepa de vez en
cuando. Tampoco era Laura la que más gestos de cansancio hacía, pensé si
estaría hecha del mismo plástico que Isidro. Estuviera hecha de lo que
estuviera me gustaba aquella chica menuda y todo indicaba que yo le caía bien,
seguía riéndose mucho, a veces con mas ruido del que yo habría preferido, con
las payasadas que yo le contaba en alguna cepa cuando la compartíamos. Alguna
de esas veces los demás, sobre todo Manolo, miraban como preguntándose ¿qué
pasaba allí?
Las casi dos horas siguientes al «culete» me
parecieron diez, El sol parecía tener la mirada fija en mi espalda, mi
conversación «intracepa» con Laura había dejado de ser tan graciosilla, solo
tenía ganas de irme a tumbar al sofá de mi casa. En ella no noté que echara de
menos mis gracias, las cuales no podría decirse que llevasen malas intenciones aunque
yo bien sabía que, si bien no eran malas, sí que pretendían caerle bien que
siempre es el primer pasito hacia cualquier cosa buena que pudiera ocurrir con ella.
Manolo estuvo mas relajado en ese rato, no sé si por que no oía ni mis gracias
ni las risas de Laura o porque iba tan arto de vendimiar como yo, en los demás
también había menos palabreo. La verdad es que puse más atención en ellos dos.
En ella por mis encubiertos intereses y en él porque se había mostrado como
enemigo y yo no acertaba a comprender las razones que podía tener este
individuo en amargarme. Bastante tenía yo con mi espalda. Pero la realidad del
grupo en ese rato era un vendimiar cansino carente de bromas. Supongo que el
calor, el hambre y el dolor de espalda serían la causa.
De nuevo Isidro vino a salvarnos del hastío y del
resto de circunstancias que, por lo menos a mi me tenían a punto de echarme a
llorar, cuando su voz, esperada tanto como se espera el agua de mayo dijo:
—vamos chicos, terminamos los hilos y comemos— hubiera ido a darle un abrazo. Me
contuve. Y en las cepas que faltaban para ponernos a comer creo que vendimié más
rápido que Laura, más aún, como un rayo. Deseé que nadie se diera cuenta.
Una vez terminados los hilos, vaciadas las espuertas y
dado un buen «tiento» al botijo todo afán era buscar donde sentarse para comer
lo que cada uno llevaba en su bolsa, yo ni sabía lo que sería pero conociendo a
mi madre en el interior de mi bolsa habría algo muy sabroso y en cantidad
suficiente para cuatro personas.
Me acomodé, si puede llamársele así, en alguna parte
entre el tractor y el remolque, a la sombra, apoyando la espalda en partes del
enganche entre los dos elementos de duro hierro. Las ruedas, enseguida las
ocuparon y no me pareció bien entrar en pugna por lugares tan privilegiados
siendo «el novato» Una vez recolocada la espalda después de cinco o seis
intentos intentando evitar que se me clavara en la espalda algún tornillo,
procedí a abrir la bolsa que era mi equipaje y cuya cercanía era lo único que
en ese lugar me hacía sentirme en mi hogar de algún modo. Extraje una merendera
de aluminio con la tapa azul mientras salivaba como el perro de Pavlov, la
coloqué en una parte del suelo que había allanado previamente y saqué de la
bolsa el pan y los cubiertos que mi madre había envuelto en unas servilletas
con todo su amor. Desabroché los tres broches que sujetaban la tapa y al
quitarla, mis ansiosos ojos, se abrieron al doble de su abertura normal
desorbitándose mientras de mi boca salían palabras que mejor no recordarlas.
Dentro de la merendera de tapa azul había un racimo de uvas.
Juré en hebreo durante unos segundos elevando el
racimo de uvas hasta la altura de mi cara mientras oía las carcajadas de los
demás, sobre todo la de Manolo que me dijo: —come
chavál que para postre tampoco te han de faltar— La muy bruja de Laura también
se estaba partiendo de la risa. Cuando la fiesta se apagó un poco Sergio sacó
de entre sus cosas un recipiente que me alargó y que contenía lo que mi madre
había cocinado para mi con todo su amor. Los autores habían sido Antonio y
Sergio, lo demás no sabían nada, les llame cordialmente «recabrones» todos
sonrieron un poco más y comimos entre alguna guasa en la que yo era el
protagonista. Al terminar Isidro nos instó a recostarnos un ratillo, obedecimos
sin rechistar, yo con el rabillo del ojo seguía a Laura para no descansar ese
rato muy lejos de ella.
Aparté algunas pequeñas piedras con los pies para
alisar lo que sería mi lecho a la sombra de una de las cepas más grandes, Laura
bajo el tractor a pocos metros, no había terminado de tumbarme cuando ocho
millones de moscas revoloteaban por mi cara, volvió a aparecer en mi boca el
idioma hebreo junto con las risas de Laura y con la que intercambié alguna
frase referente a las moscas. Ella reía mientras se ponía en la cabeza una
especie de escafandra de tela muy fina de malla parecida a la de los visillos
de la casa de mi madre, y me hacia un gesto que traducido al castellano, que no
al hebreo, significaba: «toma nota».
Andábamos en
esos menesteres cuando una desagradable y demasiado elevada voz de Manolo dijo:
—¡Joder! ¡Ya está bien que vaya día que estáis metiendo los dos! ¡a ver si por
lo menos nos dejáis descansar! — No terminé de decir «perdona» cuando irrumpió
la voz la voz de Julia inundando lo que habría sido silencio, poniéndose en pie
frente a su marido al que le dijo con una calma que parecía
irreal: —Hasta aquí manolo. ¿se puede saber que te
pasa a ti con ese chico? ¡tu te callas! Dijo él alterado. —No, no voy a
callarme, hace tiempo que creo que tú y Laura tenéis algo y me está dando la
impresión de que lo que te pasa es que tienes un ataque de celos al ver que ese
chico y ella congenian— A Manolo que ya se había puesto en pie en actitud que
podría calificarse de amenazante le cambió la cara de color, él, sabía que era
cierto lo que estaba diciéndole Julia pero parecía que de ningún modo creía que
ella, ni sospechara que eso estaba pasando, parecido era el color de cara de
Laura que, como todos los demás, se había incorporado ante la áspera
conversación del matrimonio, ahora todos la miraban a ella que tampoco acertó a
decir nada. Cuando Manolo parecía que iba a gritar a su mujer, no puede saberse
lo que iría a decirle, cayó desplomado golpeándose la cabeza con la parte
central de la rueda del remolque. Laura fue la primera en reaccionar, corrió
hacia él, y cogiendo su cara exclamó: —¡Manolo mi amor despierta¡— Julia que ya
iba hacia él, frenó en seco al oír al Laura, cambió de dirección para ir a la
parte trasera del tractor lentamente, allí, en cuclillas, sin hacer ni un
gesto, dejó correr las lágrimas por su cara con la mirada puesta en una cepa
vendimiada. Mientras, unos intentaban reanimar a Manolo y otros llamaban con su
teléfono móvil a emergencias. No sirvió de nada Manolo había muerto.
Mi primer día de vendimia junto a aquella Ilusión que
Laura generó en mí, pasaron a la vez a ocupar alguna habitación de mi memoria
cuya puerta me desagrada abrir aunque me asomo a su interior de vez en cuando.
Nunca se cerrará para siempre.
Antonio Quintanar García